Reseña de LOS ESPEJOS DEL AGUA (Olé Libros) por Luis Miguel Sanmartín
Con regusto sincero de lector seducido, comienzo esta exégesis del libro de poemas de Pedro Villar Sánchez, LOS ESPEJOS DEL AGUA. Hace ya unos meses que comencé la lectura de este bello poemario y en seguida fui consciente de que la profundidad de su contenido bien merecía una mirada sosegada y tan concienzuda como calurosa. Razón y emoción unidas en aras del buen juicio, de la opinión inteligible, del placer de mostrar el corazón desde el latido.
LOS ESPEJOS DEL AGUA es una colección de 58 poemas, editada y publicada por el sello valenciano Olé Libros, en 2019. Poemas que albergan la metáfora del mar como arquetipo o modelo de lo que la realidad refleja, en un estimulante juego lírico de proyecciones y reflexiones, donde tiene cabida la infancia, el amor, el desconocimiento, el desvalimiento y, en definitiva, los grandes misterios que acompañan al ser humano, al poeta, en sus progresos y en sus regresos.
Poemas de verso libre y ritmo sedoso de espuma leve, merced a un campo semántico, en líneas generales, repleto de motivos naturales, que afirman el interés del poeta en comprenderse dentro de un marco tan dudosamente concreto como inaprensible. Y es que la sed se halla en la mirada y no en fluido alguno. Y la sed del poeta no es otra que la palabra, su búsqueda, el dolor ante las limitaciones, líricas y humanas.
Poemario de poeta hecho, este que aquí traigo, como decía antes, con pleno interés. Poemario de poeta en estado de gracia, sabiendo, absolutamente siempre, los terrenos que pisa, conocedor de lo que explora, gracias a un oficio adquirido a lo largo de los años y a una sensibilidad que lo conecta, con precisión, al universo que describe.
Y es que este poeta que nos habla, unas veces, desde la mirada del niño que fue, desde esa voz sincera y, otras veces, desde el desvalimiento, desde la búsqueda de referentes externos, escribe para nosotros, para cada uno de nosotros, tratando de hallar en ese diálogo íntimo con el lector, el sonido de las caracolas, la canción del agua y el murmullo del viento. Porque Pedro Villar sabe que, en el espejo de tu rostro, de nuestro rostro, la poesía es salvación, pues luz entre la niebla / tejen las palabras. Y esa salvación también se la ofrece el mar, metáfora de la constatación. Es en ese mirar el mar, en ese mirar al mar, ambas a la vez, pues no es la misma acción, donde el hombre percibe la existencia y la necesidad.
Observo, sobre la estructura del libro, una construcción a base de poemas monoestróficos, que se asemejan a torres vigías o a boyas, incluso a faros, referencias externas, como antes apuntaba, que simbolizan la unidad del ser ante el temor a perderse. Manteniéndose incólume el yo poético, surtido de señales y elementos visualizadores, será más llevadero el olear del verso al golpear la estrofa, sobre el cantil desolado del poema. En lo formal, junto al ya referido ritmo que imprime la dulzura del lenguaje escogido, advierto una sensualidad mantenida de vaivén y cuerpos que se mecen unidos. Y es en ese isomorfismo del oleaje y la pasión, junto con aquellos poemas donde la narración acude hasta el canto, donde el poeta despliega su arsenal léxico, sin piedad, a quemarropa, de manera que, como dice la célebre canción de The Fugees, dulcemente te mata.
Así nos dice Pedro Villar: Tu voz viene de lejos, /de las moradas de la noche, / de los dioses del mar / y los barcos hundidos…, en el magnífico poema XIV, que no es, ni mucho menos, una excepción, pues el tono en cuanto a calidad literaria se refiere, no decrece en ningún momento.
Dicho todo lo anterior, vayamos ahora con la idea central que alumbra el poemario, y sus diversas ramificaciones. El mar es un espejo, de eso no cabe duda, ya lo anuncia el título, con su metáfora implícita. Pero cómo y por qué se mira este hombre que nos habla desde el yo lírico, y para qué. Pues el libro también sugiere una poética concreta y una teoría de la vida, consistente en un camino hacia ti, como nos dice en uno de los dos versos, crípticos versos, que hacen de pórtico del grueso poemático. Un camino hacia un tú real, es una posibilidad, o hacia un yo dialógico, es decir, hacia uno mismo. Intentemos descubrirlas.
Voy a tratar de confundirlo todo pues me temo que esa sea la forma más adecuada de traslucir los mensajes. Por lo tanto me resulta obligado pasar al relato del contenido.
El libro es, a mi parecer, una queja y una reflexión. Ahora bien, queja no exenta de aceptación, pues como decía antes, los poemas encierran una teoría de la vida.
Queja, por otro lado, que se disuelve en la propia reflexión y proporciona un sustancioso material que a partir de este momento iré desgranando.
El poeta nos habla de soledad y añoranza de tiempos pasados. Se halla perdido sin los signos del agua, aflora la falacia de la tierra firme. El espejo, aun proceloso, otorga la tregua del misterio, espanta momentáneamente la crudeza de las sombras. El cuerpo de la amada acude a la memoria del farero. Desde lo alto puede divisar mejor aquello que se perdió e incluso aquello que ni tan siquiera existió. Y es entonces cuando el dolor impone su ley y la luz no sabe decodificar la memoria, encuentra el punto exacto / donde naufraga el sueño.
La luz, que todo lo conoció, trae la distancia de los siglos; / los remos mueven la historia. Esa luz que nos guiará hasta el lugar que nos corresponda, después de haber trazado infinidad de laberintos, después de haber ideado cientos de aventuras en la espiral del tiempo.
De repente, envuelven las contradicciones la voz del poeta, del superviviente, porque es humano desconocer, porque nadie termina donde ha comenzado, aunque cada uno de nosotros sepa que se ha de hacer redondo / si quiere perdurar, / que ha de pulir los cantos, las aristas, / para llegar al círculo, porque el mar es la pregunta, y la respuesta va prendida en las olas.
El yo lírico nos advierte de los peligros de la existencia, de los naufragios del desconocimiento y el error, de la certeza de la duda. Temblamos ante el silencio, demandando el bálsamo de la palabra, ese mensaje de náufrago que nadie ve, esa mano extendida hacia la voz. Y el poeta está dispuesto a arrancar la expresión, de los lugares más recónditos del ser, sin escatimar ni un ápice de entrega en el empeño, arriesgando en el verso con la sencillez del paso sobre la roca húmeda, caminando sobre el borde del precipicio, acantilado / donde se ocultan las palabras.
En esa soledad tan necesaria como temida halla el poeta el ritmo de las olas, para escribir con la belleza de la espuma, escuchando un burbujeo que culmina en un leve estallido que deja en la mirada el perfume del mar. Mirada al horizonte, profunda como el silencio, donde la nostalgia golpea con su repique desnudo de caracola, el corazón sin rostro de los hombres.
Algunas veces este silencio del que hablo se transforma en desesperación ante la imposibilidad. Sí, la poesía está más cerca de la duda que de la certeza. El canto es la plegaria del solitario, del ser perdido ante la nada. El verso aquí se torna ruego ante el abismo inmisericorde: dadme sílabas, alfabetos, / llévame al laberinto, / nombra lo que no exista, / toca lo que no pueda ver.
Nada es lo que parece, nos dice con acierto el poeta. Ni tan siquiera la luz que nos sorprende cada mañana, despeja las dudas, ni la vida callada, que es emoción y aventura íntima. Nada nos proporcionará la llave que abra el misterio y lo libre de su densidad. Tan solo, alguna vez, en algún lugar desconocido, alguien que nadie ha visto, ha sido capaz de aislar, sin crédito alguno, ligeros e insignificantes fragmentos de la verdad.
Somos palabras, palabras; palabras de lo no dicho, derrota, olvido, cobardía, la última certeza posible,/ la última claridad, acaso el poema.
Y en esa inmensidad que nos aturde, en ese mar que siempre será victoria, una gota de agua basta para anunciar la luz; la esperanza y la realidad unidas por el chispazo de lo inefable. Consumida la luz, la luz emerge después de incendiar la noche. Tal vez luz desesperada, tal vez amarrada al reino de la penumbra, tal vez la lejanía o la espesura de la niebla, pero fulgiendo una verdad incontestable: un amoroso y largo sendero hacia uno mismo.
Todas la voces hasta llegar al tiempo; siempre se llega al tiempo. No hay discurso sin el eje verdadero. Es ese mismo tiempo al que tratamos de arrebatar, a dentelladas, golpe a golpe, instantes sublimes en el espacio del amor. El mar sería capaz de vencer ante tanta angustia por lo no resuelto, cuando el corazón tiene el tamaño del deseo, aun sin buscar lo que anhelamos.
Y el poeta nos lo canta en versos serenos que deshacen la bruma de la incertidumbre, en este poema LII de perfecto ritmo pentasílabo y heptasílabo, que recuerda a la poesía japonesa y agiganta la verdad del mensaje: Todos los sueños / serán hojas de olvido / cuando te alejes, / un verso apenas / recorriendo la noche, / la poesía del agua / que abraza el mar.
En la consumación (remate y cumplimiento) del poemario, la luz y el agua se unen a la materia telúrica para dibujar una suerte de ontología metapoética, en poemas escuetos y escurridizos, como sirenas breves. Así, nos habla el poeta, del amor interminable, envés del olvido, de la permanencia de la memoria oculta, que nos forma y consuela, y de la nitidez de los sueños, que alumbran incertezas.
Termino esta singladura apuntando que, posiblemente fuese en septiembre, aspirando el verano sus últimos aromas, cuando Pedro Villar Sánchez concluyese, al último poema me remito, este bello libro. Posiblemente, digo, pues los espejos del agua nunca descansan y nos ofrecen, atemporales, el reflejo de lo que somos y de lo que no somos.
Y ahí ha encontrado este hombre bueno el canto efímero e inmortal de la poesía. En esa sed de la mirada, en esa angustia y gozo. Y es que este hombre, este poeta anfibio, cruza solemnemente la tierra hasta confundirse con el mar, con su cristalina lámina, hasta impregnarse de él, hasta solazarse con sus volutas saladas, hasta darse de bruces con la palabra especular, con la idea, con el amor, pues sabe que Un solo verso puede salvar a un poeta.
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